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2 ABRIL-MAYO 2024 | EL PUEBLO CATÓLICO E l tiempo de Pascua es un tiempo de gran alegría y fecundidad. En esta celebración de la resurrec- ción, me siento atraído por uno de sus mayores frutos: la Eucaristía. Jesús nos dio el don de la Eucaristía el Jueves Santo al ordenarnos: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19). Nos estamos acercando al comienzo del año de misión del Avivamiento Eucarístico Nacional en julio. Por esta razón, he estado reflexionando durante la Pascua sobre los profundos efectos que produce en nosotros la recepción digna de la Eucaristía. Estos efectos nos llevan a una mayor comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y nos capa- citan para comunicar el amor de Dios a los demás. En consecuencia, hemos decidido que el tema de la Colecta Anual del Arzobispo se centraría este año en la Eucaristía. La Eucaristía es el latido de nuestra Iglesia que nos impulsa a vivir plenamente para la gloria del Padre. En cada Misa nos reunimos como comunidad con Cristo como cabeza para dar alabanza, adoración y culto al Padre, en la representación del único y eterno sacrificio de Jesús. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa bellamente: "La Misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacri- ficio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor" (CIC 1382). El Vaticano II nos recuerda en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia: "Cristo asocia siempre con- sigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre Eterno. […] [En la litur- gia] el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro" (Sacro- sanctum Concilium 7). Y añade en el número 8: "En la liturgia terrena anticipamos y toma- mos parte en aquella liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del taberná- culo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguar- damos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifes- tamos también gloriosos con él." Esto se realiza por la acción de Jesús en la liturgia, pero también en el miste- rio de la comunión. Estamos llamados a ofrecer nuestra vida al Padre, como Jesús ofrece su vida al Padre, y luego recibimos al Señor en la comunión. El Catecismo enseña: "Pero la celebración del sacrificio eucarístico está total- mente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por noso- tros" (1382). Cada vez que recibimos dignamente a Jesús en la Eucaristía, crecemos y somos transformados. Los frutos de recibir la Eucaristía son muchos. Primero que nada, está el don de la caridad, que el Espíritu Santo acrecienta en nosotros cuando comulgamos. Debemos desear amar al Padre como Jesús ama al Padre y amar al prójimo y a nuestros ene- migos como Jesús los ama. Él nos lo ordena claramente: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 34-35; Jn 15, 12). La caridad nos permite ser amigos de Dios y amarlo sobre todas las cosas. Ese amor, a su vez, nos lleva a amar al prójimo y nos mueve a hacer de nuestra vida un don para los demás, tal como lo hizo Jesús. El Catecismo enumera también muchos otros frutos de la sagrada comunión, como la fuerza y el ali- mento que confieren a nuestra vida espiritual, el desapego del pecado, la preservación de futuros pecados y el compromiso en favor de los pobres (CIC 1391-1397). CO LU M NA D E L AR ZO B I S P O ¿ Qué puedes hacer con Cristo en ti?