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N OV I A ZGO Ana Rodríguez y José Salazar se conocieron en Santa Ana, California, cuando ella tenía 18 años y él 19. A pocos meses de conocerse, deci- dieron contraer matrimonio. "Nuestro noviazgo duró solamente tres meses. Después de tres meses, nos casamos", recuerda Ana. "No estaba en mi mente todavía el casarme, pero me fui con él. Apenas nos está- bamos conociendo, todavía no existía un senti- miento fuerte". A pesar de su corta edad, la joven pareja tomó la repentina decisión tras una discusión de Ana con su padre. Sin dudarlo dos veces, ellos deci- dieron "hacer las cosas bien" y casarse por la Iglesia. "Jamás pensamos en el compromiso en el que nos estábamos metiendo". Con la ilusión de cumplir el sueño de toda mujer de casarse de blanco, en esos momentos Ana solo le dio importancia a los detalles de la fiesta, pero jamás a lo más importante, el sacra- mento del matrimonio. "Nunca me enfoqué tanto en el sacramento, en la responsabili- dad tan grande que conlleva el matrimonio. Yo pensaba que el casarme era para ser feliz y que al salir de mi casa ya no iba a tener esa presión de mi papá, ya que él era una persona muy machista y estricta". José, quien creció en una familia católica con una madre que siempre le inculcó la fe, recuerda cómo su mamá le advirtió sobre el gran paso que estaba tomando. "Si te vas a casar por la iglesia, es porque amas a esa mujer y te vas a quedar con ella toda tu vida. Esto no es un juego. Una vez casados, ya no hay vuelta atrás". E L M AT R I M O N I O Y S U S R E TO S Ana y José decidieron seguir con sus planes y se casaron por la Iglesia. Como en todo matri- monio, poco a poco les fueron lloviendo los pro- blemas. Al año de casados tuvieron su primera hija, otro reto en la relación. Aunque tenían el sacramento del matrimonio, Dios seguía siendo solo un espectador en su relación. "Dios siempre estuvo en nuestro matrimonio, pero nosotros nunca lo pusimos en el centro", recuerda la pareja. Tiempo después decidieron mudarse a Colo- rado, donde comenzaron una nueva vida con nuevas amistades y nuevos retos. Con su hija pequeña, en una nueva ciudad y problemas matrimoniales, ambos se comenzaron a refugiar en su círculo social y en cosas mundanas. "Empezamos a socializar más. Esperábamos el fin de semana para irnos de fiesta", recuerda Ana, quien también comenzó a refugiarse en el alcohol. "José y yo peleábamos mucho y yo sentía que cuando estábamos con las amistades nuestros pleitos eran menos". Ante sus amigos, eran la pareja perfecta, pero una vez que llegaban a su casa o se terminaba el fin de semana, su relación poco a poco se desva- necía. "Éramos pura hipocresía", recuerda Ana. ⊲ POR ROCIO MADERA Especialista en comunicaciones y publicidad EL PUEBLO CATÓLICO | FEBRERO-MARZO 2024 31

