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15 EL PUEBLO CATÓLICO | JUNIO 2019 Opinión Columna del Obispo Exmo. Monseñor Jorge Rodríguez ¿Por qué llamamos "padre" a los sacerdotes? Pentecostés, una realidad viva de fe y alegría E ste mes se celebra el Día del Padre, y así como todos se pre- paran para expresar su amor y gratitud a la mamá en mayo, también este mes es ocasión para recono- cer nuestro deber de gratitud a ese hombre que llamamos "padre". Llamamos "Padre" a Dios, al Papa lo indicamos como el "Santo Padre", y también nos referimos a nuestro sacerdote con el apelativo de "padre". Por no mencionar al "padre" de la patria, a los "padres" fundadores, y hasta el equipo de beisbol "Padres" de San Diego. ¡Pero Jesús nos dijo que no llamáramos a nadie "Padre" en la tierra! ¿O es que Cristo nos pro- híbe llamar "padre" a nuestro padre biológico? Evidentemente que no, y así lo entendió la comunidad cristiana desde los inicios, y por eso siguió llamando "padre" a sus padres bio- lógicos, y posteriormente aplicó este nombre al sacerdote. Algunos herma- nos separados usan este texto para argumentar que la Iglesia católica está contra lo que enseña la Biblia. Ahora no voy a entrar en detalles porque es una cuestión de interpre- tación. Lo que sí les puedo asegurar es que la Biblia misma y la tradición cristiana nos dan la razón. El sacerdote nunca se casa y no tiene hijos. Nadie lo celebra en el Día del Padre, y nunca oirá un niño llamarlo "papá." Y, sin embargo, cuando llega a la parroquia la gente lo llama "padre". Incluso lo llaman "padrecito", como en la famosa película de Cantinfl as. Hay que reconocer que en el campo de la fe entre el sacerdote y el fi el cristiano se establece una rela- ción espiritual que permite aplicar al sacerdote la realidad de la paternidad. La fi gura del padre está relacionada con el principio de la vida, su defensa, protección, y la presencia vigilante que nos infunde seguridad. Dios es nuestro Padre y de Él viene toda vida; su providencia nos cuida y su pre- sencia nos hace sentir seguros. Por eso Jesús nos enseñó a llamarlo así: "Padre". Dios es padre no solo porque es el origen de nuestra vida terrena, sino porque también es el que nos da la vida divina y eterna. Cada una de nuestras células y todo lo que somos está profundísimamente ligado a Él y de Él depende. Pero Dios ha querido asociar su paternidad con aquellos que compar- ten el sacerdocio de su Hijo, pues a través de su ministerio nos es dada la vida de la gracia, la comunión que nos mantiene en vida, y la oración que nos defi ende del enemigo. El sacerdote, como un padre, nos enseña la fe, nos perdona cuando fallamos y nos ben- dice como hace un padre. Como hace Dios, nuestro Padre. Del sacerdote recibimos la fe apostólica, los sacra- mentos y la vida sobrenatural. Él no es la fuente, sino el canal. Por su parte, el sacerdote encuen- tra en los fi eles esos hijos e hijas que Cristo les prometió que recibirían los que lo dejaran todo por Él. El "padre" deja la posibilidad de una familia, y Dios le entrega otra mucho más numerosa: ustedes, los fi eles, los que lo llaman "padre", aunque no los unan lazos de sangre. Es verdad que cuando el sacerdote regresa a casa después de una jornada de trabajo, no encuentra a nadie que le salga al encuentro para llamarlo "papá", pedirle que le lea un cuento o que le ayude en la tarea. Pero cuando llega a la parroquia al día siguiente, lo primero que va a escuchar es alguien llamándolo "padre". Una de las primeras palabras que seguramente aprendió a decir el niño Jesús fue "padre", y quizá fue una de las más usadas durante su infancia y adolescencia. José, su padre, lo inspi- raba. Jesús rezaba mucho, y sabemos que siempre empezaba llamando a Dios, "Padre". Y murió diciendo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23, 46). "Padre" es una de las palabras más cordiales de nuestro vocabulario. Se la decimos a Dios con toda el alma. Se la decimos a nuestro papá con todo el corazón. Si se la dicen a su sacerdote, díganla desde la fe: nuestro padre es Dios, pero este hombre lo representa en mi vida, y me da la vida sobrena- tural, la nutre con la Eucaristía y me hace experimentar el cuidado de Dios. L a Iglesia nos invita a preparar nuestros corazones para la gran fi esta de Pentecostés. Con ella se corona la Pascua y es una fi esta muy importante porque fue cuando se derramó El Espíritu Santo sobre la Iglesia reunida en el apo- sento alto. Dice en el libro de los Hechos de los Apósto- les, que 120 discípulos se encontraban reunidos entre ellos los apóstoles y María la madre de Jesús. Esta venida del Espíritu Santo es lo que celebramos año a año cincuenta días después de la resurrección del Señor, esta fi esta de Pentecostés la debemos celebrar con fe y alegría. Con fe, porque la Palabra de Dios es viva y es actual, y es una promesa de Jesucristo a los discípulos, pero también esta promesa es para noso- tros hoy. Jesucristo antes de entrar a su pasión les dijo estas palabras a sus discípulos: "Mucho tengo todavía que decirles, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad completa, pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y les explicará lo que ha de venir". (Jn.16, 12-13) Estas palabras de Jesús son tam- bién para nosotros los que tenemos fe, los que creemos en las promesas de Dios, los que sabemos que Pente- costés no es solo un hecho histórico que sucedió hace más de dos mil años y que hoy es solamente un recuerdo. No, estas palabras de Jesús, son para nosotros y nos deben producir alegría porque no estamos solos, porque el Espíritu Santo está a cargo de guiarnos a la verdad completa, y nos explicará lo que ha de venir. Esta promesa se cumplió en el día de Pentecostés, cuando los discípulos estaban encerrados orando, esperando en la promesa del Señor. Pero también estaban con miedo, con inseguridad y con muchas dudas en sus corazones. Muchos de nosotros quizás también nos sentimos así. Pero dice la Escri- tura: "Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo. Y de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos, se llenaron todos de Espí- ritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas según el Espíritu les concedía expresarse". (Hech. 2,1-4) Aquí vemos la fi esta de Pentecos- tés, el cumplimiento de la promesa que produce fe y alegría. La preocu- pación y el miedo de la Iglesia que se encontraba encerrada, se transforma en valentía y el gozo que solo el Espí- ritu Santo da a los que creen en las promesas de Dios. En la Renovación Carismática Católica, celebramos esta fi esta con fe y con alegría, porque es un regalo que el Espíritu Santo, ha dado a la Iglesia: "Gracias al movi- miento carismático numerosos cris- tianos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, han redescubierto Pente- costés como realidad viva y presente en su vida diaria. Deseo que la espiri- tualidad de Pentecostés se difunda en la Iglesia, como renovado impulso de oración, de santidad, de comunión y de anuncio," dijo San Juan Pablo II en vísperas de la solemnidd de Pentecos- tés el 29 de mayo de 2004. Hoy más que nunca nosotros nece- sitamos una cultura de Pentecostés, una oración unida en un mismo obje- tivo, como los 120 discípulos invite- mos a María nuestra madre y con ella juntos exclamemos: ¡Ven Espíritu Santo! lanzando un grito de fe y alegría con esperanza en medio de la persecu- ción que estamos sufriendo en estos días. Estoy convencido que Pentecos- tés, no es solo una fi esta, es una reali- dad viva en la Iglesia católica. Que El espíritu Santo venga con poder a renovar la faz de la tierra. Columnista invitado Abram es el director de movimientos eclesiales del ministerio hispano de la Arquidiócesis de Denver. ABRAM LEON